• Disculpe si no me levanto, columna semanal.

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  • Tengo que reconocer, aunque me cueste e intente disimularlo parafraseando a autores de renombre, que no entiendo de economía –al igual, me temo, que les ocurre a los expertos que nos guían, cual lazarillos, por la senda de la austeridad suicida-.

  • Elevar la ratio de alumnos por clase, como se pretende, más que una medida de ahorro es un atentado flagrante contra la calidad del sistema educativo público.

lunes, 30 de enero de 2012

La Obra

En los soportales del edificio donde vivo había un local que llevaba mucho tiempo sin ser alquilado por nadie. Su último inquilino fue una heladería de escaso éxito, incluso en época estival, a pesar del calor local y lo sugerente de sus recetas. Unos meses atrás, una clínica privada lo adquirió para abrir una sucursal; mi yo hipocondriaco se alegró muchísimo: tenía el médico a tiro de piedra.



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Poco tiempo después, al modo en el que cuelgan en la comisaría los carteles de los delincuentes más buscados, apareció en los ascensores un escrito que nos invitaba, amablemente, a exiliar los vehículos que se encontrasen en determinadas plazas de garaje durante dos semanas, prorrogables sine die -que las obras se sabe cuándo empiezan pero no cuándo acaban- ya que, por encima de nuestras cabezas, iban a desviarse las cañerías de los aseos de la clínica en cuestión.

Aquello molestó sobremanera a los vecinos, que acudieron indignados al presidente a preguntar por qué debían ser ellos los canalizadores de las excrecencias ajenas; además, excrecencias de enfermos, que son como doblemente excrecencias: el colmo de lo escatológico. 

El democrático gestor les informó de que la clínica había decidido desviar las cañerías para que no pasasen por su suelo, sino por los techos de sus coches, con el peligro que ello conllevaba de que una inoportuna filtración te dejara el parabrisas lleno de orina diabética, migrañosa, griposa o vete tú a saber, por citar un caso leve. Ya se sabe: la mierda que la aguante otro.

Tras varios meses sin retirar los coches de las plazas, las vírgenes cañerías comenzaban a coger polvo en las cajas, al tiempo que el director de la clínica se impacientaba por la tardanza en la ejecución del trasvase de aguas fecales. 

La denuncia no se hizo esperar y, de nuevo informando vía ascensor, que lo coge todo el mundo -incluso el del primero, que para eso paga comunidad- se nos informó de que si en el plazo de tres días las obras no habían comenzado, la comunidad acarrearía con los gastos económicos del retraso de la apertura, ya que el presidente, en nombre de la comunidad, había firmado el consentimiento de dicha obra.

No recuerdo qué crispó más a los vecinos, si el hecho de que el presidente firmara sin consultar una obra que a él no perjudicaba o enterarse de que el director de la clínica era íntimo amigo suyo. El mundo es un pañuelo.

Estamos acostumbrados a canalizar las excrecencias ajenas. Las tuberías de desagüe de la democracia que hemos construido apuntan directamente hacia nosotros; pero como somos muchos, limpiamos que da gusto sólo con una condición: no nos echen mucha mierda encima que nos saturamos. Háganlo poco a poco, para que nos dé tiempo a digerirla.

Y así, pagamos con nuestros impuestos una estatua de 300.000 euros para un aeropuerto que está muy desangelado sin aviones. Hagan cuentas: en la Comunidad Valenciana viven 5.011.548 personas, apenas cinco míseros céntimos por cabeza. Si es padre de dos hijos, ya sabe que paga por tres: no se escabulla, que Hacienda somos todos.

¿Que en 2008 el olímpico Urdangarin figuraba como titular en una cuenta del Instituto Nóos que sumó abonos por 3.832.820 euros? No se preocupen, saquemos la calculadora: ocho céntimos por persona; nosotros lo limpiamos.

Y así, limpiamos los activos tóxicos de los bancos sin plus de peligrosidad, oiga, que son tóxicos; y fregona en mano, dejamos como una patena el suelo patrio para que aquí no se note nada, que las burbujas lo mojan todo al explotar.

Pero esto ya lo inventó Lola Flores: "Si una peseta me diera cada español, pero no a mí, a donde tienen que darla, quizás saldría de la deuda, y después, yo no sé, me iría al estadio con todos los que han dado esa peseta o esas cien pesetas, para tomarme una copa con ellos y llorar de alegría". La visionaria faraona se equivocó en una cosa: les damos la peseta pero, después, no nos vamos de copas con ellos. Simplemente, les votamos. 
PABLO POÓ

viernes, 20 de enero de 2012

Interinos

Mi psicólogo me ha dicho que lo diga en público, que lo exteriorice y aprenda a asumirlo. Así que allá voy: soy interino y menor de treinta años. Los interinos somos como aquellos mendigos lisiados que poblaban las sucias calles de los burgos de la Edad Media: tenían lo peor de los mendigos y lo peor de los minusválidos. Los interinos somos algo parecido, pero adaptados a las sucias calles de las ciudades del siglo XXI, que hay cosas que no cambian: tenemos lo peor de los funcionarios y lo peor de los trabajadores por cuenta ajena.


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Al igual que los hindúes, los interinos nos agrupamos en castas: no ocupan el mismo escalafón los interinos que rondan la cincuentena que los que apenas llegamos a los treinta; ellos son interinos "cinco estrellas", mientras que los demás apenas llegamos a "Pensión Chari".

Después de varios años de Jornadas de Puertas Abiertas -u oposiciones según la Disposición Transitoria 17ª de la LOE, como prefieran llamarlo-, los interinos que quedamos aún en el sistema hemos adquirido la condición de parias: sobramos porque no hay dinero.

Y de repente, resulta que la labor que desempeñamos cubriendo las plazas que nadie quiere, que están vacantes por baja, o que están vacantes por baja porque nadie las quiere no es necesaria porque, añadiendo dos horitas más a la semana el problema se resuelve, si te he visto no me acuerdo y firme aquí su finiquito; ah, no, perdón, que no tenemos finiquito, lo olvidaba; lo dejamos en "si te he visto no me acuerdo" y, aquí viene lo mejor, "no te quejes, que al menos has trabajado unos meses".

Pero antes te has recorrido Andalucía entera, como es mi caso, porque hasta para eso hay que tener suerte. Y llegabas al instituto y preguntabas: "¿Por qué tema vais?". "No, si no damos clase, nos deja los ordenadores". "Bah, chiquilladas". Y no, resulta que era verdad. 

E intentas dar clase a alumnos que, cuando te das la vuelta, te ven la fecha de caducidad impresa en la espalda cual tapa de yogurt. Y hacías exámenes, y ponías notas y el amable funcionario que se daba de alta días antes de la evaluación, o la semana clave para que no cobraras las vacaciones (que se venden muy caras), como es muy ecologista y reciclar está de moda, con tus informes y notas se hacía un bonito rollo de Scottex.

Pero ni se me ocurre quejarme, que tengo trabajo y el personal está muy susceptible. Los interinos, como el vidrio, podemos tener muchas vidas. Seguiré con mi labor hasta que un señor que gana, entre unas cosas y otras, más de 100.000 euros al año, diga que ya está bien, que salimos muy caros, que no hay dinero y que austeridad, austeridad y austeridad; y yo, mientras tanto, miro hacia abajo y me doy cuenta de que estoy usando el último agujero que le quedaba a mi roído cinturón.


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